El arte de estimular y premiar a los hijos
"Los niños tienen más necesidad de estímulo que de castigo" (Fenelón).
Creer que existen en realidad las buenas disposiciones es crearlas y aumentarlas.
La idea del juicio o de la opinión que de ellos se tiene desempeña en el niño un papel importante en la elaboración de esa urdimbre psicológica en la que bordan cada día sus actos pensamientos y un poco de su vida.
Quien se persuade de que es incapaz de una cosa, pronto se hace efectivamente incapaz.
No es malo que el niño tenga confianza en sí. Vale más, en definitiva que lo tenga en exceso que con escasez. El "yo soy más" es mejor estimulante que el "yo no sirvo para nada" o "yo no conseguiré nada".
El niño es esencialmente sugestionable. Si se le dice sin cesar que es torpe, egoísta, embustero, etc., se le hunde , se le hace decaer de tal manera que no podrá salir de allí.
Mucho más sana es la sugestión, inversa, que consiste en repetir con obstinación un niño atacado de tal o cual defecto que tiene en verdad algunas manifestaciones del mismo, pero que está en camino de curarse.
Nada desanima tanto como la indiferencia: "Después de todo, no has hecho más que tu deber". "Puesto que nada te digo, es que está bien". El niño necesita algo más. ¡Es tan feliz cuando ve que le miman y aprueban aquellos quienes estima y ama!
La confianza facilita la acción; la desconfianza suscita el deseo de hacer mal.
No hay que temer en demostrar a los niños nuestra confianza en sus posibilidades. A veces será este el mejor medio para que aparezcan algunas cualidades, todavía adormecidas. Recordemos la observación de Goethe, aplicable a los niños y a los hombres: "Si consideramos a los hombres como son, los haremos ser más malos; si los tratamos como si fueran lo que deberían ser, los conduciremos a donde deben ser conducidos."
Tanto en la alabanza como en la reprensión, en el premio como en el castigo, es necesario tener mesura, lógica y justicia. Mesura, porque el exceso termina por desconcertar y hasta hace dudar del juicio de quien ejerce la autoridad. Lógica, porque ¿qué significa felicitar hoy una acción que mereció ayer una crítica?. Justicia, porque un premio no merecido pierde su interés y su fuerza.
Se debe estimular al niño, más por el esfuerzo que ha empleado que por el resultado obtenido. Es necesario conseguir que la aprobación de sus padres tenga para él más importancia que una golosina.
Hay casos en que está permitido utilizar el amor propio; por ejemplo: "Intenta hacer tal esfuerzo; es difícil, pero creo que tú si podrás conseguirlo."
Debemos evitar hacer elogios que conduzcan al niño a creerse mejor que los demás. Lo mejor es demostrarle los progresos que ha hecho sobre sí mismo, dándole a entender que puede hacer más todavía.
Uno de los medios de estimular al niño es trabajar con él en la realización de tal o cual proyecto, sobre todo si este proyecto necesita para salir bien que se guarde un secreto, como, por ejemplo, la preparación de una fiesta de la madre.
Toma el niño gustoso el esfuerzo cuando le vale nuestra aprobación. Hay impulsos que son más bien tímidos deseos, impulsos que no saldrían de ese estado si no fueran auxiliados por las personas de alrededor. Un aplauso oportuno da valor y confianza a quienes dudan. Una de las cosas que más animan a un niño es decirle cuando ha expresado algo bueno: "Si, tienes razón", y recordárselo hábilmente si hay ocasión: "como tu acabas de decir" o "como decías antes". Reconocerle a un niño sus progresos es animarlo a hacer otros nuevos.
Si el niño sufre un fracaso no se le debe tratar con rigor, puesto que ha hecho por su parte un esfuerzo laudable.
Debe evitarse el alabar sin reserva al niño. El alabarle un poco es a veces necesario. Démosle testimonio de nuestra estima: "He creído siempre que eras capaz de eso y de mucho más." Animémosle; pero no le tratemos como si fuera una perfección confirmada en gracia. El niño a quién se le dice sin tino y sin medida todo lo bueno que de él se piensa. corre el peligro de engreírse y llegar a ser un pavo real fatuo y orgulloso.
Puede traducirse el estímulo a un niño en una recompensa material: golosina, juguete, dinero. Pero no abusemos: es una solución fácil. Uno de los peligros de este método es el de mercantilizar y materializar los esfuerzos de orden moral que deben encontrar su sanción fundamentalmente en la aprobación de las personas que le rodean y en la satisfacción de la propia conciencia. Hay, además, otro peligro: a medida que el niño crezca serán necesarias recompensas cada vez mayores. ¿no hemos visto padres que han prometido imprudentemente una bicicleta o un abrigo de pieles con peligro de comprometer el presupuesto familiar?
Sucede, a veces, que los resultados no están a la altura de la buena voluntad y de los sinceros esfuerzos del niño. Evitemos el agobiarlo, y aun para que no se quede bajo la impresión deprimente del fracaso, intentemos poner de relieve la buena cualidad desplegada.
Anita, de cuatro años, y Bernardo, de cinco años y medio, regresan de paseo. Las zapatillas de la hermanita han quedado en la habitación del primer piso. Bernardo se ofrece galante para ir a buscarlas. Corre por la escalera y baja triunfalmente llevando un par de zapatillas que no eran las de Anita. En lugar de regañar a Bernardo y decirle: "¡Qué bruto eres: podrías fijarte; siempre lo haces igual!", es preferible decirle: "has sido muy amable queriendo traer las zapatillas de tu hermanita. El par que has traído se parecen; es muy fácil confundirlas. Vas a ser del todo bueno..." El niño comprenderá enseguida y volverá a subir con alegría, con lo cual se duplicará el valor de su gesto fraternal.
Tomado de "El arte de educar a los niños de hoy". Décima edición. Sociedad de Educación Atenas. Madrid. Por Gaston Courtois.