El cristiano y la televisión: Recomendaciones para un uso sin abuso
Se dice que es más fácil encontrar una casa en la que falte el pan que una casa sin televisor. Esta afirmación no se puede tomar al pie de la letra, pero refleja bien la escala de valores de muchas familias: prefieren antes comer peor que prescindir del televisor. La televisión se ha convertido en elemento imprescindible para el «funcionamiento» familiar. El extraño silencio que deja una televisión averiada en la casa produce incomodidad, como si estuviera ausente un elemento vivo de la familia. Protagonista destacado a la hora de comer, «invitado especial» todas las noches, compañero imprescindible los fines de semana, su ausencia llega a crear verdaderos síndromes de abstinencia, como si de una droga se tratara.
¿Droga? Sí, ahí está la clave de nuestro tema. El problema no es el uso sino el abuso de la televisión. El enfoque correcto no debe ser: «¿la televisión es buena o mala?» Como muchos otros instrumentos técnicos, la televisión en sí misma no es ni buena ni mala, sino que depende de cómo se use. Un mal uso puede tener consecuencias muy negativas para la salud de la persona, y no solamente de los niños. El profesor Alonso Fernández, destacado psiquiatra español, decía en una conferencia titulada «Televisión y salud mental»: «Todo plan nacional de salud mental debe incluir el adecuado funcionamiento del ente televisivo como una de sus prioridades absolutas». Casi todos habremos experimentado alguna vez la dificultad para levantarnos del sillón cuando estamos enfrente del televisor. Es como si nos «enganchara». Los expertos hablan de un estado de anestesia o hipnosis televisiva que no permite al sujeto alejarse de la pantalla. Sólo ciertas personas con fuerza de voluntad se liberan de esta experiencia de enganche. Así que, el problema no es la televisión, el medio en sí, sino lo que hacemos con ella.
Al principio, con la aparición de los primeros receptores, no pocos creyentes consideraban una falta de espiritualidad tener televisor. Mirar la televisión y ser carnal eran una misma cosa. La idea de que el demonio «entraba» en las casas a través de los programas era su principal argumento. ¿Estaban equivocados aquellos creyentes de hace cuarenta años? Por supuesto que sí, en tanto que televisión y demonio no son sinónimos. Pero su postura tenía un trasfondo correcto al entender que la televisión es un medio de penetración formidable de la forma de ser de este mundo. La secularización entra por todos los poros de la vida del creyente, y el medio televisivo no es una excepción. Para un joven creyente hoy es mucho más fácil imitar a sus «ídolos» de «Operación triunfo» que a Cristo. Es simplemente una cuestión de porcentajes de influencia. Si un creyente pasa tres horas diarias frente al televisor (el promedio en España gira en torno a las 3 horas por día), ¿cuántos minutos recibe de influencia espiritual?. El televisor no es el diablo, ni siquiera es del diablo, pero puede llegar a ser instrumento favorito de influencia por parte del diablo. Observemos con atención las declaraciones de Lolo Rico, escritora, exdirectora de programas infantiles de TVE: «La pequeña pantalla dictamina e impone sus modelos, impartiendo criterios -se siguen a rajatabla- sobre el mundo y la mejor manera de existir en él. Se ha convertido en la madre subsidiaria que distribuye afectos, ordena inclinaciones y asigna gustos y aficiones como es propio de la maternidad». Estas palabras cobran especial valor viniendo de alguien que conoce a fondo la capacidad de influencia del medio televisivo. Rico, autora del libro «El buen espectador» (Espasa Calpe, 1994) afirma de modo concluyente: «La televisión es el medio más manipulador y más manipulable».
Consideremos, ante todo, los valores positivos.
En primer lugar, la televisión puede ser un buen instrumento de información. Las capacidades técnicas de nuestros días son tan impresionantes que se ha hecho plena realidad la idea del sociólogo Mac Luhan del mundo como una «aldea global». Para el creyente esto tiene una dimensión muy buena. Si queremos «examinarlo todo y retener lo bueno», tal como nos exhortaba el apóstol Pablo, necesitamos información. El cristiano no puede vivir encerrado en la seguridad de su iglesia local, aislado del mundo Necesitamos conocer y auscultar bien las realidades que nos rodean. Si queremos que nuestro mensaje sea relevante para el mundo, hemos de ser capaces de tener un ojo en el periódico y otro en la Biblia como apuntaba el teólogo Kart Barth. Nosotros parafraseamos su frase y la aplicamos a la televisión: hemos de saber ver lo que ocurre en nuestro mundo. Y necesitamos interpretar estas realidades con los ojos y la mente de Cristo.
Algo parecido podríamos decir, en segundo lugar, del potencial pedagógico e incluso terapéutico de la televisión. Este potencial ha aumentado en la medida que la televisión vía satélite proporciona un abanico de posibilidades aun más amplio. Los programas documentales pueden ser un instrumento de formación adecuado. El beneficio cultural de ciertos contenidos es enriquecedor. En este sentido, el vídeo constituye un elemento imprescindible en cualquier institución docente, ¡incluidos los seminarios teológicos! Igualmente, en un hogar de ancianos el televisor puede ser un medio de apoyo psicológico excelente. Podríamos mencionar también su valor como instrumento sano de distracción. A veces ciertos programas sirven para desconectar de la tensión diaria cuando se llega a casa. Para algunas personas tiene una función de relax, es como un lavado de cerebro que les ayuda a olvidar los problemas del día. ¡Algunos incluso lo utilizan como somnífero! Hay, por tanto, aspectos positivos que hemos de potenciar. En este sentido podríamos comparar la televisión con un antibiótico: administrado a las dosis adecuadas, por la vía adecuada, y en el momento adecuado puede ser de gran beneficio.
Pero de la misma manera que un antibiótico es susceptible de abuso y entonces sus efectos son perjudiciales, lo mismo ocurre con el televisor.
¿Cuáles son los peligros principales de la televisión?
Empezaremos considerando los efectos negativos que derivan de la «dosis», la cantidad de horas de consumo de televisión. El abuso de tiempo delante del televisor nos plantea tres graves consecuencias tanto para el niño como para el adulto.
En primer lugar, es una forma pasiva de ocio que reprime la creatividad y la imaginación. La televisión implica muy poca participación, a diferencia, por ejemplo, de la lectura. No estimula la creatividad, una facultad indispensable para los niños y terapéutica para los adultos. Esto es vital porque el ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios, ha nacido para crear. La atrofia progresiva de la creatividad humana lleva a una generación de personas sin criterio, despersonalizadas. Hay algunas formas de ocio -la lectura, la música- que promueven la imaginación. Cuando éramos niños y leíamos «El gato con botas», o «Robinson Crusoe» en la adolescencia, podíamos dar rienda suelta a nuestra imaginación y ello fomenta la creatividad. Este elemento le falta al televisor. La participación es pasiva. En la televisión es difícil ser actor y espectador a la vez. éste es uno de los grandes riesgos de una sociedad tan centrada en la imagen: perder la imaginación creativa, la fantasía.
En segundo lugar, la mayoría de los programas tiene un efecto absorbente. Es el estado de hipnosis televisiva a la que nos referíamos al principio. Veámoslo con un ejemplo curioso. Si uno de nosotros intenta leer el periódico cuando el televisor está encendido, es muy probable que terminemos cerrando el periódico y mirando el programa. Hay un efecto de atracción, de seducción que capta la atención de la persona. Por ello, muchos encuentran muy difícil apagar el televisor antes de que acabe el programa iniciado. Es un efecto parecido al de la droga: cuanto más la miras, tanto más necesitas seguir mirándola. Me confesaba un amigo cómo decidió vender su televisor porque era incapaz de controlar el número de horas delante de la pantalla y ello había arruinado su hábito de lectura. «La televisión ha empobrecido mi vida», me decía un poco avergonzado.
Este efecto de hipnosis puede llegar a convertir la televisión un una forma de huida, un instrumento para no pensar, un verdadero lavado de cerebro. Ya hemos hablado alguna vez de un fenómeno preocupante: la introducción de aparatos de televisión en hospitales. La enfermedad es probablemente el último reducto que le queda al hombre hoy para pensar y encontrarse consigo mismo. La televisión en la habitación del enfermo entorpece una de las oportunidades más fecundas de reflexión como es el sufrimiento. Cuando la distracción anula la reflexión, la persona y la vida se trivializan, haciéndose cada vez más superficiales.
En tercer lugar, el problema por excelencia de la televisión es la alteración en la vida familiar. En este aspecto ha venido a ser como un intruso que ha alterado profundamente las formas y hábitos de comunicación dentro de la familia. En una encuesta realizada en los Estados Unidos, se hizo una pregunta a niños entre cuatro y seis años: «¿A quién quieres más, a papá o a la televisión?» La respuesta, muy inquietante, fue que el 44% de los niños preferían la televisión antes que a su padre. Sus argumentos eran conmovedores: «La televisión siempre está en casa, mientras que papá no está nunca». «Mi televisión está disponible siempre que quiero, mientras que mis padres están siempre ocupados».
Queremos destacar un peligro particularmente importante: La televisión a la hora de la comida. En las generaciones de nuestros padres y abuelos, los problemas familiares se ventilaban a la hora de comer. «Ya hablaremos en la comida», era una frase sencilla, pero extraordinariamente rica. La comida ofrecía un foro natural donde padres e hijos, esposo y esposa hablaban con espontaneidad de los avatares de la jornada. Hoy en día alrededor de la mesa ya no se habla, sólo se oye la voz del intruso, de la «abuela electrónica» que ha invadido la intimidad familiar. Muchas tensiones podrían aliviarse si el televisor estuviera apagado a la hora de comer.
Muchos jóvenes me han compartido cuánto odiaban el televisor porque les había robado a sus padres, les había despojado del único momento de comunicación con ellos. Frases parecidas las he escuchado de labios de esposas y esposos en relación con sus cónyuges. ¿Tan difícil es apagar la televisión durante las comidas? ¿Es que hay miedo de enfrentar con naturalidad los conflictos del día? Nuestra recomendación encarecida, y muy sencilla, es que ninguna familia debería tener la televisión encendida a las horas de las comidas. Es más, el aparato de televisión debería estar ubicado, a ser posible, en otra habitación de la casa. Por desgracia, las reducidas dimensiones de las viviendas actuales no permiten muchas veces esta posibilidad. Pero habría que hacer lo posible por salvaguardar la hora de la comida como momento supremo de comunicación familiar.
Un problema relacionado con el anterior es la «guerra de los canales» entre los miembros de la familia. El padre quiere ver un programa, el hijo se enfada porque desea otro, y la madre protesta porque su programa nunca se le respeta. Estas tensiones familiares por la oferta televisiva se han solucionado en Estados Unidos de una manera muy práctica: cada miembro de la familia, incluso los adolescentes, tiene su propio aparato en el dormitorio. De manera que al silencio durante las comidas se le suma el aislamiento el resto de horas en casa. Así, la habitación se convierte en un castillo fortificado que fomenta el individualismo. La interferencia de la televisión en la vida familiar no es ajena a los altos niveles de individualismo de nuestra sociedad. ¿Dónde están aquellas reuniones familiares, aquellas tertulias espontáneas que enriquecían a generaciones pasadas? ¿No será que la televisión está influyendo poderosamente a engendrar familias-pensión?
Estos son sólo algunos de los peligros. A modo de reflexión, preguntémonos con sinceridad: ¿Cuántas horas al día dedico a la televisión? ¿Cómo ha alterado esto mi vida familiar? ¿Me es fácil levantarme y apagar la televisión o me quedo «enganchado» con facilidad? ¿En mi casa es la televisión sólo un mueble o se ha convertido en la tirana de la familia? Todas estas preguntas pueden ser un pequeño test para valorar si nuestra relación con la televisión es de uso o de abuso.
Otro tipo de efecto negativo es el derivado del contenido de los programas. La televisión imparte ideología, transmite una manera de ver la vida. La forma de pensar, los valores de la sociedad quedan plasmados en cada película, en cada anuncio publicitario. De ahí el valor estratégico que la televisión puede tener para una comprensión adecuada del mundo que nos rodea. El cristiano no puede cerrar los ojos ante el televisor y decir «esto no me interesa»; por el contrario, los ha de abrir bien para percibir, entender y reflexionar sobre las necesidades de aquellos a los que queremos predicar el Evangelio. Saber mirar la televisión es muy conveniente para una evangelización relevante. La respuesta adecuada a la secularización de nuestra sociedad pasa por una percepción profunda de las enfermedades de esta sociedad. Y la televisión es un escaparate formidable de las dolencias sociales de nuestro mundo contemporáneo.
Miremos, pues, la televisión con la mente de Cristo. Cada vez que encendemos nuestro receptor, a los creyentes se nos brinda una oportunidad para comprobar si de veras tenemos esta mente de Cristo. En la práctica, ello requiere saber interpretar la información recibida de acuerdo con los valores del Evangelio. En otras palabras, para ver correctamente la televisión el creyente ha de usar unas gafas correctoras, que podríamos llamar la cosmovisión cristiana. No luchemos contra la televisión, luchemos a favor de una cosmovisión cristiana de la vida. Nuestros esfuerzos no han de ir encaminados tanto a reprimir -dejar de ver- como a promover -enseñar a ver-. Estas «gafas correctoras» nos permitirán captar los mensajes que hay detrás de cada película, detrás de cada anuncio publicitario o de cada debate. Esta actitud crítica nos permitirá una transformación de la información. éste es el mensaje básico de Romanos. 12:1-2, mensaje que hemos de aplicar a la vida diaria. Ponernos a mirar un programa sin «gafas» nos deja expuestos al mimetismo, a la manipulación y, en último término, a la secularización.
«Señor, enséñanos a mirar la televisión con sabiduría; enséñanos a dosificar y discernir para examinarlo todo y retener lo bueno».
Por: Pablo Martínez Vila.