Manteniendo un corazón limpio
Puedo soportar la crítica del mundo, y aun la de mis amigos cristianos, si mi corazón está limpio delante de Dios.
Me urge mantener una buena conciencia ante Dios. Tengo una buena conciencia cuando no hay nada dentro de mí que ofenda a Dios. Ella se cultiva caminando cerca de Dios. Cuánto más lejos viva de Dios, tanto más endeble será mi conciencia, demasiado debilitada por el contacto excesivo con el mundo.
Gracias a Dios, ningún discípulo tendrá jamás la conciencia muerta, encallecida o con la sensibilidad «perdida» (Efesios 4.19 rva). Tampoco ningún discípulo sufrirá de conciencia maligna, o torcida. Una buena conciencia no se adquiere de manera automática. Es el resultado del hábito de llevar un «corazón reprendido» ante Dios, quien es mayor que mi conciencia. Por su poder él lleva gradualmente mi conciencia hacia el mismo estado de sensibilidad suya (1 Juan 3.19?21).
Mi objetivo debe ser vivir delante de Dios con un corazón «que no me reprende» (una conciencia limpia). Así puedo «tener confianza delante de Dios» (v. 21). Nada debilita más mi conciencia y destruye mi eficacia en el servicio que todo aquello guardado en mi vida que no recibe la aprobación de Dios. Debo vivir de tal manera que mi corazón no me reprenda.
Puedo soportar la crítica del mundo, y aun la de mis amigos cristianos, si mi corazón está limpio delante de Dios. Nunca debo vacilar ante la crítica a expensas de mi conciencia, porque eso significaría negar o ignorar mi conciencia. Tampoco debo permitir jamás que las conciencias de otros dicten lo que mi conciencia tiene la obligación de ser delante de Dios. Por esa razón, es preciso resistir la presión social al conformismo, sin olvidar mi responsabilidad personal ante Dios.
El convertirse en barro moldeado por la sociedad es negar mi «buena conciencia» ante Dios. Siempre debo dejar que él sea mi moldeador y alfarero (Jeremías 18.6), para que no sólo llegue a ser un vaso útil, sino una persona hecha sensible al pecado, tal y como él mismo lo es. Por eso, los que sufren según la voluntad de Dios, que encomienden sus almas al fiel Creador, haciendo el bien.1 Pedro 4.19.
Tomado de Celebrando a diario con el Rey, de W. Glyn Evans.