Agonía y muerte de Jesús en la cruz
Lo extraordinario de toda esta agonía atroz, es que Jesús murió cuando Él quiso hacerlo. En medio de la agonía de la muerte, de los intensos dolores, de la asfixia y de una evidente anemia, El Señor Jesucristo clama a gran voz entregando su espíritu en el momento que Él, soberanamente, decidió hacerlo.
“Y el centurión que estaba frente a él, viendo que después de clamar había expirado así, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” Marcos 15:39.
Después de muchas horas de agonía, el cuerpo de nuestro Señor había perdido mucha sangre y la poca que le quedaba en su cuerpo se había espesado de manera que el corazón ya casi no la podía bombear. El suero se separa de los glóbulos rojos y una membrana alrededor del corazón llamada el pericardio estaba llena de liquido. En los momentos finales, algunos médicos creen que Jesús muere de una pericarditis, que es la ruptura del pericardio por inflamación. Es como si su corazón haya explotado.
Esta condición es confirmada cuando el soldado traspasa una lanza por su costado: “pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua…” (Juan 19:34) Aquí se cumple lo dicho por el profeta: “…y miraran a mi, a quien traspasaron...” (Zacarías 3:10)
Era la costumbre de los romanos el quebrarle las piernas a los reos crucificados si estaban vivos al final de su tortura en la cruz. Debido a que tenían que apoyarse en las piernas para respirar, al quebrarles los huesos ya no podían respirar y morían asfixiados. En el caso de Jesús, vieron que ya estaba muerto y no tuvieron que quebrarles los huesos. Esto fue un cumplimiento de la profecía que dice: “el guarda todos sus huesos; ni uno de ellos será quebrantado”. (salmo 34:20).
Como hemos visto, todo lo que vivió y padeció Jesús, estaba escrito y anunciado cientos de años antes. El Salvador vino a morir en lugar del pecador, y no con una muerte simple, sino que con un padecimiento terrible.
Si esto no constriñe nuestro corazón, no hay nada más que agregar.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” Juan 3:16.